Hace unos meses, una amiga me contó una historia curiosa que había vivido otra amiga suya a través de uno de esos portales de citas. Volví a casa dándole vueltas, imaginando si esto, si aquello, y entre estación y estación, se me ocurrió una historia alternativa que cuento aquí:
Muchos días se sentía una escoba al azuzar el paso adormilado de sus hijos por el pasillo.Cada mañana se levantaban aletargados, sin energía, y ella repetía la misma cantinela de siempre: ¡esta noche os voy a meter en la cama a las nueve de la noche! ¡Así no habrá cansancio que valga!
En cuanto se cerró la puerta de la calle detrás de sus mochilas, la casa se quedó detenida en un silencio súbito, como si la hubieran sellado al vacío. El único ruido que oyó a lo lejos fue el repiqueteo del agua en el baño. Javier se estaba duchando. Comprobó la hora en el reloj de la cocina: como no se diera prisa en terminar, llegaría tarde al trabajo.
Se sirvió su primer café del día, el que mejor le sabía, pausado y a solas, repasando todo lo que tenía por delante: limpiar la casa, poner la lavadora, pensar qué hacer de cena (a mediodía, a ella le valía cualquier cosa), sacarle el bajo a los pantalones de Paulita, que había crecido desde el mes pasado, revisar ofertas de trabajo en esa web de empleo, seguir enviando currículums, comprobar si le habían respondido los de la entrevista de la que salió tan contenta, convencida de que esta vez tendría suerte y la cogerían, llamar a excompañeros, que no se olvidaran de ella, que aquí seguía, desesperada por colocarse cuanto antes…
Javier apareció de pronto en la cocina, con prisas, envuelto en el olor fresco de su colonia y vestido con su traje de chaqueta gris, el pelo oscuro y espeso, aún mojado. Pronunció un buenos días sordo sin mirarla apenas, porque lo único que buscaban sus ojos era la cafetera. Su móvil no dejaba de lanzar pitidos suaves e insistentes, uno, y otro y otro… Entre semana, Javier ni siquiera se sentaba a la mesa: se bebía de pie el café negro sin azúcar, amargo a más no poder, mientras hojeaba los titulares del periódico en la Tablet apoyada en una especie de atril.
Después de dejar su taza en el fregadero, se volvió hacia ella haciendo ademán de decir algo. Ella lo observaba detrás de su taza, expectante. Finalmente, calló.
Otra vez será, se dijo.
Antes de que se quisiera dar cuenta, Javier había desaparecido de la cocina con paso acelerado para regresar al cabo de unos minutos luciendo su elegante abrigo azul, ese con el que parecía un caballero inglés, la maleta del portátil en su mano, su habitual aire distraído. Se quedó inmóvil y pensativo unos segundos en el umbral de la cocina, hasta que por fin avanzó para inclinarse hacia ella y darle un beso leve y frío en los labios.
—Me voy corriendo, que ya voy tarde –dijo con prisa en la voz. –Hasta la noche.
Hasta la noche. Ella tendría un largo día por delante.
A veces, cuando se sentaba delante del ordenador y revisaba su buzón de correo vacío, sin respuestas ni novedades, se desesperaba y buscaba un poco de distracción en Facebook. Trasteaba en los perfiles de su familia, de sus amigos, de páginas que ni recordaba por qué había decidido seguir. Se entretenía un rato. Ese día descubrió casi por casualidad a María, una antigua compañera del instituto a la que perdió la pista hace muchos, muchos años. María decía estar casada con un tal Roberto. Le gustaba Alejandro Sanz, Ketama y Shakira. Y había viajado nada menos que a Japón, hacía poco más de un mes. Entonces le entró la curiosidad por saber algo de otros de sus compañeros de instituto, aquellos que formaban parte de su grupo de amigos (era curioso cómo funcionaba la memoria a largo plazo, recordaba perfectamente sus nombres y apellidos, le salían de corrido: mariarodriguezaribau, jorgesanjuan, antoniosanchezpla, anaotero, javierdelolmo). Entró en sus perfiles por curiosidad, por saber qué era de ellos ahora, tantos años después. Se fijó en que algunos fueron a la universidad; había quien exhibía una patrulla de hijos, había quien se había dado a compartir chistes machistas, había alguno a quien no habría reconocido jamás y otros habían cambiado, pero menos. Como ella misma.
Buscó el perfil de él, y recordó cómo se las llevaba a todas de calle. Era el más simpático, el más seductor, con esa actitud algo chulesca a veces, tan tierna, otras. Curioseó las fotos colgadas en su perfil, las de hace años, esas en las que su figura irradiaba un magnetismo tal, que resultaba difícil no fijarse en él entre todos los demás, entre ese batiburrillo de rostros juveniles y desdibujados que formaban su panda de amigos de entonces. Él no parecía haber cambiado tanto.
Dudó si mandarle un mensaje a través de Facebook. Un mensaje público, no; quedaría raro. Un mensaje privado.
—Hola, ¿te acuerdas de mí? –tecleó lentamente. Repasó cada palabra. Luego tomó aire y presionó la tecla de enviar.
No esperaba que le respondiera. O quizás sí, no estaba segura. Volvió a vagar un rato por otros perfiles hasta que recibió la notificación de un mensaje entrante.
—Claro, qué cosas dices. ¿Qué haces?
Ella esbozó una sonrisa ilusionada.
—Mirando perfiles en Facebook, el de la gente del instituto, el de María ¿te acuerdas de ella?, el de Antonio, el tuyo… ¡qué bien lo pasábamos!
—¡Dirás qué locos estábamos!
—Yo, loca por ti.
—Y yo por ti.
—¿De verdad?
—Pues claro, ¿cómo puedes dudarlo?
—Quizás podríamos quedar y vernos en algún sitio…
—¿Hoy?
—Hoy –respondió ella sin dudarlo. –Donde me digas, voy.–Y le sonó al estribillo pegadizo de una canción.
Impaciente, esperó su contestación. Treinta segundos, un minuto. Debía estar pensándoselo, dándole mil vueltas, calculando, valorando, decidiendo…
—Bien. ¿Quedamos a la hora de comer en nuestro bar de aquellos tiempos? Así será un revival completo.
A las dos en punto ella ya estaba esperándole en el “Dos y medio”, el pequeño bar al que solían ir todo el grupo de amigos. El local seguía igual que siempre, con los mismos carteles amarillentos de películas antiguas y de viejos roqueros, la misma exhibición de trofeos ganados en campeonatos de tiro al plato durante los años ochenta, y el mismo olor a comida casera inundándolo todo.
Lo vio aparecer en la puerta, tan alto, tan guapo. En cuanto la distinguió sentada en un taburete junto a la barra, se dirigió hacia ella con una sonrisa traviesa en sus labios, la misma sonrisa con la que las enamoraba a todas.
—¡Qué guapa te has puesto! –su mirada resbaló apreciativa desde sus labios pintados de rojo hasta el escote de su camisa de seda en color coral, y aún más abajo, por la curva de sus caderas ceñidas bajo la falda negra de tubo que le sentaba tan bien.
—Gracias. Ha sido un poco improvisado todo. No sabía si podrías…
—Para ti siempre puedo, aunque reconozco que me ha pillado desprevenido…pero para bien ¿eh? Me ha gustado. Puedes contactarme a través de Facebook cuando te apetezca.
—¿Eso se lo dices a todas? –le respondió dedicándole una sonrisa cómplice.
—Sólo a ti –susurró él a su oído, entrelazando su mano caliente con la suya. –Eres la única capaz de hacer algo así y volverme un poco loco, a pesar del tiempo.
—Cualquiera lo diría… Si no fuera porque me he lanzado yo a escribirte…
—Siempre has sido más imaginativa que yo, eso es cierto.
—Tú solías ser el más ágil y ocurrente de los dos, el de los grandes gestos y los besos interminables.
—No sé si soy el de los grandes gestos pero todavía soy el de los besos interminables, no me digas que no –dijo con un brillo desafiante en sus ojos.
—Creo que has perdido un poco de práctica –le respondió ella, provocándole.
—¡No será verdad! – él se rió con una carcajada relajada. No parecía ni él. –Espera, que te voy a demostrar lo equivocada que estás.
Y ahí, en medio del bar, posó su mano en la nuca de ella, acercándosela a sus labios, y la besó con uno de esos besos que comenzaban dulces y terminaban abrasándola por dentro, hasta el punto de hacerle olvidar el rastro de las horas anteriores, las dudas, la desazón, e incluso el lugar en el que estaban, rodeados de gente y dando el espectáculo como dos adolescentes descarados.
Cuando se apartó de ella, la miró con una sonrisa socarrona y tierna al mismo tiempo.
—He reservado habitación en un hotel cercano –le dijo en voz baja, acariciándole la mejilla.
Y antes de que ella pudiera replicar que le era imposible, que los niños llegarían a casa a las cinco y que debía estar ahí porque no había nadie más, él añadió:
—No te preocupes por los niños. He llamado a mi madre para que se quede con ellos hasta que volvamos.
—–