Cuando trabajas en casa, sola, y con el seso medio absorbido a partes iguales por el teclado y la pantalla del ordenador durante muchas horas al día, corres el riesgo de meterte dentro de una burbujita invisible que crece y crece a tu alrededor casi sin darte cuenta. Creo que esa soledad necesaria y cotidiana es la parte más dura del oficio de escribir porque te desconecta mucho de la vida alrededor.
A mí me ocurre con cierta frecuencia, así que en cuanto noto que empiezo a mirar con mala uva al mensajero de turno que osa interrumpirme, es que necesito desconectar con una dosis extra de gente. Salir con mis amigos, apuntarme a algún sarao, o simplemente, quedar a tomar un café. Confieso que me da pereza decidirme pero cuando estoy allí, no lo cambiaría por nada.
Eso me pasó este viernes, cuando fui a la presentación del libro de María José Vela, una vecina de donde vivo, de quien me había hablado una amiga común. El libro es Amor y Gin Tonic (ed. Tombooktu), una comedia romántica muy divertida y bien escrita que os recomiendo.
La cosa es que nos juntamos allí un grupo de mujeres muy heterogéneas, sentadas en el suelo a lo hippy o a lo yogui, y entre fresas y gin tonics, nos echamos unas risas con el relato de la cadena de señales numéricas, angelicales y alocadas que le llegaban periódicamente a la autora para que dejara su trabajo y se dedicara a escribir. Pensé que cuando algo nos resuena de verdad por dentro, todo son señales. Y entre panchito y panchito, me enteré de que existen unos ángeles que hay quien invoca en busca inspiración, protección o lo que sea. Que no importa dónde estés y a dónde mires, siempre encuentras personas con “ángel”. Descubrí que me encanta un gin tonic de color rosa (no recuerdo su nombre). Y que se pueden hacer galletas deliciosas con la portada del libro impresa en ellas (y comestible! Tomad nota de Villacake).
Y lo que iba a ser “estaré fuera una horita, más o menos”, que le dije a mi marido, se convirtieron en tres horas la mar de ricas en muy buena compañía. Son ese tipo de momentos inesperados en los que te relajas, te reconcilias con tu semana, con tus dudas (cuando estás en pleno proceso de escritura, os aseguro que surgen muchísimas) y contigo misma para sentir que, por suerte, hay vida más allá de los confines de tu pequeña mesa de despacho.
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