Padre gritó que saltara, que él me cogería. Pero yo ya no era tan pequeño y alrededor todo estaba oscuro.
Antes, si me ponía de puntillas y levantaba los brazos le llegaba a mi padre por los hombros. Y si saltaba con todas mis fuerzas, le podía tocar hasta la nariz, pero él se apartaba y me cogía como un saco de patatas sobre sus hombros. Decía que antes de que me diera cuenta, yo sería tan alto o más que él. Y que llegaría un día en que él se haría pequeñito a mi lado y no querría escuchar sus consejos de viejo. Como los del abuelo, aquella navidad en que vino toda la familia a celebrar con nosotros la noche antes de año nuevo. La casa entera olía a guiso de cordero y a canela. La abuela trajo una bandeja de baklava pringosos de miel para que nos chupeteáramos los dedos en el postre, y la tía Sami anunció que estaba embarazada y todas las mujeres la abrazaron casi llorando —aunque ella sonreía—, y mi padre se enfadó mucho con mi tío Abud, que no hacía más que repetir que saldrían adelante, que con vida había esperanza, que Dios proveería y otras cosas que ni mis primos ni yo pudimos escuchar porque mi abuelo se los llevó a los dos a un rincón como cuando nosotros nos peleábamos. No sé qué les dijo pero sí sé que cuando el abuelo te señalaba con su dedo huesudo y te lo clavaba en el pecho, es que te estaba pidiendo algo. Algo muy difícil. Y esa noche, su dedo rebotaba del pecho de mi padre al de mi tío y del de mi tío al de mi padre, y luego lo extendió señalando hacia las montañas que se veían desde nuestra ventana y dijo «Turquía», eso sí lo oí yo, pero entonces padre se enfadó todavía más, y el tío empezó a mover la cabeza de un lado a otro, como un muñeco de cuerda. No. No. No. Nunca había visto al abuelo tan triste.
Madre dice que menos mal que no vivió para ver cómo se han ido todos: el tío Abud y la tía Sami —el abuelo ni siquiera llegó a conocer al bebé, tan pequeñito que se perdió bajo los escombros—, los tíos, los primos, nuestros vecinos los Hamad, el profesor David. Y la abuela. El día después de enterrarla, recogimos las cosas y nos marchamos.
La voz de padre me llamó otra vez en la oscuridad. Alguien encendió un móvil y pude ver su silueta abajo, en la arena, preparado para recogerme cuando cayera. Avancé un paso más hasta el filo de la roca. Ya no era tan niño. Le llegaba a mi padre a la altura de la barbilla pero seguía teniendo miedo. Miedo a quedarme solo, al rugir de los aviones, a cerrar los ojos antes de dormir y a abrirlos por la mañana y no ver nada. Y allí no veía nada porque era una noche cerrada, sin luna ni estrellas en el cielo. La noche antes de año nuevo. La mejor noche. El taxista turco que nos trajo a la playa nos aseguró que los griegos estarían de fiesta por la Navidad y nadie vigilaría el mar. Con suerte, llegaríamos a alguna de las islas.
Salté sin pensar. Aterricé sobre el pecho fuerte de mi padre que me sujetó entre sus brazos. Luego me besó el pelo varias veces, abrochó mi chaleco salvavidas y me empujó con suavidad hacia madre, sentada entre un montón de personas apelotonadas en el suelo de la lancha. Me hizo hueco a empujones, abrió un lado de su abrigo y me arropó con el calor de las muchas capas de ropa que llevaba puestas. Y aun así, sus manos estaban muy frías; temblaban igual que me temblaban a mí las piernas. Padre se acurrucó a nuestro lado y nos apretujó contra él. En realidad, dentro del bote todos nos apretábamos unos contra otros. Nadie hablaba, esperábamos en silencio. Solo se oían los lloriqueos de algunos niños pequeños, el chasquido de las olas contra el costado del bote y las voces de los turcos que tenían prisa por soltar la cuerda y marcharse a su casa, dijo mi padre. Varias personas empezaron a rezar en voz baja al alejarnos de la orilla.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que, cansado de la postura, me asomé por encima del borde neumático y descubrí en el horizonte un juego de luces amarillas y rojas moviéndose como si colgaran de un árbol de Navidad en el cielo. Parpadeaban, subían, bajaban, dibujaban arcos… De pronto el cielo explotó en miles de líneas brillantes y me agaché asustado, aunque fueran luces de colores y con forma de ramillete. Madre se rio por primera vez desde hacía muchos días y me dio un beso.
Después oímos unas voces a lo lejos; las bolas amarillas del árbol se convirtieron en figuras con linternas llamándonos desde algún sitio. Padre saltó al agua, madre quiso agarrarlo; todos empezaron a gritar y se levantaron, empujaban, tropezaban, nos pisaban, querían saltar. Y entonces padre volvió, decía que hacía pie, que estábamos en tierra, a salvo, y me agarró del salvavidas para sacarme del bote. El agua estaba helada pero yo no notaba nada, una ola me arrastró flotando hacia la orilla. Padre me gritó que los esperara en la playa.
Me senté en la arena, abrazado a mis piernas, tiritando. Los chalecos relucían en la oscuridad. El de madre era rojo. Padre no llevaba, pero ya daba igual, caminaban sobre las olas, apoyados uno en el otro. Nunca antes había visto a padre llorar. Y entonces alguien extendió alrededor de mis hombros una gran capa dorada con la que me envolvió entero. La mujer se agachó a mi lado y me sonrió como si fuera el mejor regalo que hubiera recibido esa noche. Y esa, la mejor noche.