No deja de resultar extraño que esta época saturada de imágenes, en la que todos somos en algún momento espectadores, modelos y fotógrafos a la vez, deseosos de desenfundar el móvil para “captar el instante”, las fotografías de Elliot Erwitt sigan atrapándonos con su cotidianeidad, su humor, su sensibilidad. Por mucho que pase el tiempo y la tecnología nos haya convertido en fotógrafos compulsivos, esas imágenes tienen algo especial, diferente, único que traspasa el cartoncillo en blanco y negro.
Es su arte, su talento y su técnica, por supuesto. Esos tres elementos confluyen en la retina de este fotógrafo paciente al que imagino apostado en algún rincón o sentado en un banco apartado, observando a la gente, sin más. Gente que en aquellos años miraban al objetivo o lo ignoraban con la inocencia de quien no sabe qué tiene de extraordinaria su persona o su vida para que alguien la quiera fotografiar.
Y sin embargo, eso es lo extraordinario: que en cada fotografía, Elliot Erwitt consigue captar el alma o la esencia de la escena de tal forma, que cada imagen sugiere muchas historias posibles contenidas en una mirada, en un gesto, en un detalle.
Se trata de reaccionar a lo que ves, con suerte sin prejuicios. Puedes encontrar imágenes en todas partes. Es simplemente cuestión de darse cuenta de las cosas y organizarlas. Solo te tiene que importar lo que te rodea y preocuparte por la humanidad y la comedia humana.
Elliot Erwitt (1928-2023)
A medida que las recorría, me las imaginaba:
La niña que atraviesa el parque con su madre de la mano. Oye un griterío y se vuelve para ver a un grupo de niños que vienen a jugar después del colegio. Mira, están Anne y Alice, sus mejores amigas, pero ella no deja de caminar en silencio junto a su madre, aguantándose las ganas de echar a correr hacia ellas. No protesta, ni se queja. Sabe que no es el momento: su mamá está triste y quiere llegar pronto a casa, por si su padre ha vuelto.
O la pianista. La mujer que, quizás hace tiempo, alentada por una profesora demasiado optimista, soñó con dedicarse a la música y tocar conciertos en el famoso Carnegie Hall, donde conocería a músicos que admiraba. Cuando cumplió los dieciocho, su padre la llevó a un local de Brooklyn donde tocaba un viejo amigo suyo, «el mejor violinista de toda la Costa Este», le dijo. Tenía una pequeña banda de músicos habilidosos, pero le faltaba un pianista. Al último lo había despedido hacía unos días, porque le gustaba improvisar demasiado y se distraía con facilidad.
«¿No conocerás a alguien?» Su padre le hizo sentarse al piano y tocar para su amigo. «No está mal, no está mal«. Le dijo que tenían contratos para tocar por todo Estados Unidos. Irían a Chicago, a Nueva Orleans, a Los Ángeles. Le presentaría al mismísimo Glen Gould. Su padre la miró con entusiasmo, ¿cómo decir que no? Desde entonces, tocaba con ellos el mismo repertorio cada noche en locales cochambrosos de pequeñas ciudades del interior que olían a olvido y amargura.
O esta otra. La mujer que baila al son de las notas del violoncello que le evocan una vieja historia de amor.
O las muchas historias que habitan los museos. La niña, con su padre y su abuelo contemplan en silencio el vacío dejado por una obra de la que queda solo una nota de aviso: «Lamentamos informarles de que esta obra estará temporalmente fuera de la colección. Disculpen las molestias». Obsérvese la mirada burlona que les dedica el hombre renacentista del retrato.
O escenas cotidianas con un punto de humor.
Y tantas tantas otras. Esta es solo una pequeña muestra de la colección de fotografías expuestas en la Fundación Canal de Madrid hasta el 18 de agosto de 2024. Si no podéis visitarla en persona, tenéis la posibilidad de recorrerla en esta estupenda visita virtual 360º .
¡Apúntate a mi newsletter!
Te contaré una vez al mes historias de amor a los libros,
a la cultura, a la vida.
¡No te pierdas nada!
¡Te has suscrito bien! Confirma tu suscripción en el correo que te acaba de llegar.