“Preocúpate del coraje; preocúpate de la higiene, de la eficacia…”, estas son solo algunas de las cosas de las que debía preocuparse Frances o Scottina, apelativo con el que cariñosamente llamaba el gran escritor estadounidense Scott Fitzgerald a su hija, en las cartas que le envió mientras ella estudiaba lejos.
Ser la hija de uno de los más admirados escritores norteamericanos, autor de novelas como El gran Gatsby o Suave es la noche, no debió ser nada fácil. En realidad, nunca lo es para los hijos de todos esos artistas de talento que llegan a la fama y entran en la vorágine autodestructiva del éxito. Y en la adolescencia, todo se complica, tanto para los hijos como para los padres, seas o no un artista famoso.
En el caso de Frances Scott Fitzgerald o Scottina, no solo tuvo que afrontar el declive autodestructivo de su progenitor, su alcoholismo y la penuria económica de sus últimos años, sino también la enfermedad mental de su madre, Zelda, siempre ingresada en instituciones psiquiátricas:
«En mi próxima reencarnación es posible que no me apetezca volver a ser la hija de un Escritor Famoso. […] La gente que vive por entero de la fertilidad de su imaginación es fascinante, brillante y a menudo encantadora, pero es preferible tenerlos por compañeros de mesa en una fiesta a tener que convivir con ellos»,
asegura en el prólogo de Cartas a mi hija, publicado por la editorial Alpha Decay con la correspondencia que mantuvo el escritor con su hija entre 1933 hasta 1940, año en que Scott Fitzgerald murió de manera prematura, a los 44 años.
Sin embargo, en estas cartas que el escritor le escribió durante sus difíciles años de la adolescencia, lo que se trasluce es la faceta privada del Fitzgerald–padre, un padre tierno, cariñoso, comprensivo, preocupado por guiar con humor y amor los pasos de Scottina, en un momento especialmente complicado para la familia. De hecho, creo que cualquier padre o madre nos podríamos reconocer en la mayoría de los consejos que le da a su hija. En una de sus primeras cartas, fechada en agosto de 1933, cuando ella estaba en un campamento, le escribía:
Cosas de las que preocuparse:
Preocúpate del coraje.
Preocúpate de la higiene.
Preocúpate de la eficiencia.
Preocúpate de la equitación.Cosas de las que no preocuparse:
No te preocupes por la opinión de los demás.
No te preocupes por las muñecas.
No te preocupes por el pasado.
No te preocupes por el futuro.
No te preocupes por hacerte mayor.
No te preocupes por que alguien te supere.
No te preocupes por el triunfo.
No te preocupes por el fracaso, a menos que sea culpa tuya.
No te preocupes por los mosquitos.
No te preocupes por las moscas.
No te preocupes por los insectos en general.
No te preocupes por los padres.
No te preocupes por los chicos.
No te preocupes por las desilusiones.
No te preocupes por los placeres.
No te preocupes por las satisfacciones.
Para desesperación de su padre, Scottina no era una joven fácil ni sensata, todo lo contrario: parecía díscola, egoísta y caprichosa, algo que ella misma reconoce también en el prólogo: «Me pregunto por qué no pude ser una hija menos exasperante, más reflexiva, más perseverante y considerada. No soporto pensar que le compliqué aún más las cosas».
Hay adolescencias especialmente conflictivas, eso lo sabemos todos. También él, que en una de las cartas, fechada en marzo de 1938, le promete: «[…] este mismo mes viajaré al Este y nos iremos a algún lado a discutir tus objeciones a esta vida de perro que te ha tocado en suerte y, si son válidas, las cambiaremos».
Con todo mi amor, tu papi
Con ternura, sabiduría y un toque de humor, Fitzgerald le reprocha su comportamiento —«Espero que puedas salvar lo que queda logrando que te admitan en la universidad y quiero que no vuelvas a culpar a los demás de las cosas que te ocurren»—, la motiva, la aconseja —«Cuida de tu cabeza (estudia cuando te sientas fresca), de tu cuerpo (no te depiles las cejas), de tu moral (no te pongas en una situación que te obligue a mentir)»—, le da pequeñas lecciones de escritura, está muy pendiente de sus estudios —«No creo, por ejemplo, que ya estés preparada para estudiar filosofía»—, y en más de una ocasión, la regaña duramente porque teme que esté echando a perder su futuro y cometa sus mismos errores, como lo fue el suyo de casarse con Zelda, su madre, que también le explica.
Hay quien dice que esas cartas no se las escribía en realidad a su hija, sino a sí mismo, el joven que desperdició su tiempo en Princeton.
Y no me resisto a incluir un último apunte de una deliciosa carta fechada en diciembre de 1938 en la que él le dice que ha recibido una carta de la universidad de Vassar diciendo que le van a abrir expediente. Después de decirle que está decepcionado pero no destrozado, añade que, en cierto modo, le recuerda a él, y que piense que si uno se esfuerza y lucha, aunque sienta que no va a ninguna parte y puede que esté perdiendo la esperanza, es en ese momento cuando quizá esté progresando a paso lento pero seguro. Y me encanta el leve sarcasmo en su postdata final:
P. D Llegó tu carta. Me conmueve que no quieras que me preocupe por tus notas y me ilumina conocer por qué se puntúa con tanta severidad a las estudiantes de primer año. “No entiendo por qué te enoja tanto que no sea brillante” es una frase que me llega al alma. No sé si es la idea o el estilo lo que más me impresiona».
Muchas de sus cartas terminan con la misma petición dolorosa —«¿Me harás el favor de leerte esta carta una segunda vez? Yo la reescribí dos veces»—, a la que Scottina no hizo ningún caso: después de examinarlas en busca de cheques, las metía en el cajón inferior derecho de su escritorio «de la misma manera que uno guarda Guerra y Paz para leerla en otro momento o Florencia para visitarla algún día».
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