A estas alturas, no sé si podemos celebrar el 8 de marzo, día de la mujer trabajadora como símbolo de ¿qué? La incorporación de la mujer al mercado laboral es un hecho, pero no lo son las condiciones de igualdad en las que estamos en ese mercado. Más que un día de celebración, para mí es un día de reivindicación, especialmente en los tiempos que corren: con las cifras escandalosas de mujeres asesinadas por la violencia machista; líderes/movimientos retrógrados que pretenden menospreciar o relegar a las mujeres —ya sea con palabras, gestos o hechos—; con el paro femenino pisándole los zapatos al juvenil; con la ausencia mayoritaria de mujeres en puestos de dirección y consejos de administración en las empresas, con la brecha salarial que muchos hombres siguen negando…
Hace poco en mi página de Facebook publicaba la frase de Rebecca West, una periodista inglesa de principios del siglo XX que decía que no sabía si era feminista o no, aunque la gente le llamaba eso cuando expresaba sentimientos que la diferenciaban de un felpudo. Me gustó porque lo cierto es que yo tampoco me he planteado nunca si soy o no soy feminista. Defendía la igualdad, y punto. Y hace poco, me di cuenta de que era por algo que la escritora/periodista Caitlin Moran ha expresado muy bien: solo por el hecho de ser mujer ya eres feminista, ya que aspiras a tener los mismo derechos y recibir el mismo trato de igualdad que los hombres en todos los aspectos de la vida (ni más ni menos).
8 de marzo, mucho por reivindicar
Que levanten la mano aquellas mujeres que quieran ser infravaloradas, cobrar menos por un trabajo similar al de un hombre, progresar menos en sus carreras, ser tratadas de manera desigual ante las mismas situaciones, etc. Me sorprendería que hubiera alguna. Sin embargo, creo que todavía hay muchas mujeres que contraponen feminismo a feminidad —entendido este último como el orgullo de ser mujer, reconocer y valorar de forma positiva lo que nos diferencia de los hombres, sin menoscabo de nada—, pese a que pueden ir de la mano perfectamente; también hay mujeres que confunden feminidad con una forma sutil de “machismo femenino” que pretende perpetuar determinados roles, costumbres y comportamientos basados en visiones, creencias y educaciones de supremacía masculina ante la “debilidad” femenina.
En algunas novelas románticas y en algún que otro bestseller “new adult” llegado de los EEUU, esto se ve muy claro: protagonistas femeninas que necesitan ser salvadas o protegidas por el protagonista masculino; o que soportan humillaciones, rechazos o lo que sea por el amor del protagonista, que es rebelde y malote “porque el mundo le ha hecho así”; o que entienden el amor como una dominación de él sobre ella; o que se enamoran perdidamente de protagonistas masculinos autoritarios y controladores, etc… —con lo que eso implica para la educación sentimental de las lectoras más jóvenes—. No puedo estar más en desacuerdo con ese tipo de historias porque validan una visión poco edificante de la mujer, de su relación con el hombre y con el mundo. Como mujer y autora me siento responsable de lo que reflejan y transmiten mis historias, porque son también reflejo de mis ideas, de la realidad en la que vivo y de mi posición respecto a ella.