Desde hace mucho tiempo, cada año me reservo un momento para mí entre Año Nuevo y Reyes para pensar en lo que me gustaría hacer el año que comienza. La típica lista de retos o propósitos, vamos. Empecé haciendo listas bastante largas y quizás algo difusas (tipo: ser feliz… mmm ¿feliz? ¿qué significa eso? ¿no lo era ya?). Luego, gracias al entorno laboral en el que he trabajado mucho tiempo, empecé a elegir, reducir y concretar mucho más mis propósitos. Tenía una lista para mis retos profesionales, otra para mis retos personales y otra para mis retos en relación con los demás (familia, amigos, etc). Un poco lío, lo sé. Todavía eran demasiados y lo normal era olvidarme de la mayoría de ellos antes de acabar enero.
Quisiera decir que he conseguido no marcarme objetivos para este año. Que lo que haga o consiga, bienvenido sea. Que si de verdad quiero algo, iré a por ello, con objetivos o sin ellos. Que viva la emoción y lo inesperado a la vida ¿verdad?
Pero yo soy incapaz porque me conozco. Necesito tener unas mínimas líneas marcadas y, ya si eso, salirme de ellas para luego regresar. Por eso, ahora me fijo dos o tres propósitos, no más. Dos mejor que tres. O uno, incluso. Propósitos que sean realmente significativos y puedan marcar una diferencia en mi vida entre hacerlos y no hacerlos (el de hacer más deporte lo he dejado por imposible; sé que es bueno para mi salud, pero estoy aburrida de incumplirlo año tras año, lo cual significa que no me motiva lo suficiente). Propósitos que pueda cumplir y que, al echar la vista atrás a finales del 2016, pueda decir: me lo propuse, hice esto o aquello para conseguirlo, funcionó o no funcionó y lo conseguí (o quizás no). Pero que no se queden en las típicas buenas intenciones.
Uno de ellos va a ser reforzar mi relación de pareja. Los hijos, los trabajos, la rutina, las aficiones respectivas… mil cosas nos distraen cada día, impidiéndonos estar cerca en todos los sentidos. Y esas cosas se notan, sobre todo después de más de veinte años. De repente un día, lo miras y piensas que no hay diferencia entre estar con él o sin él. Y ahí empieza lo malo, como diría Javier Marías. El amor, si no se cuida, se escurre por mil rendijas de nuestra vida cotidiana, y vuela a su aire como un globo que se ha escapado de nuestra mano.