Me he terminado estos días “Un mal nombre“, segundo libro de la Cuatrilogía Dos amigas, de Elena Ferrante, que cuenta la amistad de Lenú (la narradora) y Lila, a lo largo de su vida desde su infancia en uno de los barrios más pobres de Nápoles. Me lo he leído incluso más rápido que el primero porque la historia se te agarra al pecho, te mantiene en vilo en cada una de sus 554 páginas, siguiendo el hilo de los sentimientos contradictorios de estas dos amigas, y ya no te deja respirar hasta que termina en un ay, deseando correr a abrir el siguiente tomo y continuar leyendo.
Cuando leo un libro que me atrapa, me entra una curiosidad enorme por el autor/autora. De Elena Ferrante se sabe poco porque es un seudónimo que utiliza la escritora para ocultar su verdadera identidad, pero me llamó mucho la atención lo que decía en esta entrevista que le hicieron: al escribir, necesita descubrir que se acerca a la verdad en el relato. Si no es así, lo deja. Y la historia de Dos amigas suena tan verdadera, que parece como si fuera la suya propia.
Estas dos mujeres mantienen a lo largo de su vida una relación complicada en la que se entrecruzan familias, amigos, novios, aspiraciones individuales y colectivas del barrio en el que viven, y retrata con bastante profundidad una de esas amistades tan propia de nosotras, las mujeres, en la que Lenú y Lila se mueven del amor a la rivalidad, de la lealtad a la traición, de la envidia por los éxitos de la otra a los celos, al y yo más, o al no puedo estar ni contigo ni sin ti… Y esta historia me ha tenido rumiando varios días sobre la influencia que tienen algunas personas en nuestra vida, sobre la construcción de la propia identidad, o sobre cómo nos vemos reflejadas en las miradas de los demás.
Dicen que nunca antes de esta trilogía la amistad entre dos mujeres había sido el tema central de una novela, ¡con el juego que damos! Más allá de los tópicos que aparecen de vez en cuando en las películas, creo que las mujeres tenemos un universo propio y rico de amistades y sentimientos entre nosotras sin los que no podemos vivir. ¿Os imagináis qué sería de nosotras sin nuestras amigas?
No sé si habéis tenido alguna vez una amistad de amor/rivalidad, como la que cuenta este libro. Yo sí. Fue hace mucho tiempo, con la que fue mi mejor amiga durante la infancia-primera adolescencia: una niña guapísima, simpática, deportista, que servía de ejemplo continuamente a los que me rodeaban, mientras que lo poco en lo que yo conseguía destacar era en mis calificaciones. La admiraba y al mismo tiempo, la envidiaba. Y quizás ella me envidiaría a mí otras cosas porque pasábamos de ser “las mejores amigas del mundo” a “enfadarnos para siempre” en cuestión de minutos. Ya en el instituto, nos distanciamos. No sé por qué, pero al igual que Lenú en algunos momentos del libro, sentía que era mejor para mí alejarme de ella e intentar reafirmarme yo misma, tal y como era, sin compararme constantemente con ella. Y finalmente, cuando mi familia se mudó a vivir fuera un año, perdimos el contacto definitivamente.
Hace un tiempo alguien me preguntó cuántas amigas “de verdad” tenía, de esas a las que se lo cuentas todo. Lo pensé unos segundos y le respondí que como doce o trece. Y esa persona me dijo: no, digo amigas de verdad; amigas de las que se cuentan con los dedos de una mano. Reduje el número bastante, pero en realidad, era mentira. Lo cierto es que tengo suerte: tengo una buena lista de “amigas de verdad” que he ido sumando a lo largo de mi vida y que aún no descarto seguir aumentando.
Están las amigas de “toda la vida”, de esas que pase lo que pase, sabes que siempre puedes contar con ellas aunque te encuentres a diez mil kilómetros de distancia. Una de ellas es amiga mía desde el colegio (otra distinta a la anterior) y aunque no nos veamos más de una vez al año, cuando quedamos necesitamos un mínimo de seis horas de charla para ponernos al día de todo lo que tenemos que contarnos, ya sean temas mundanos (dietas, hombres, sexo… esas cosillas) o más filosóficos tipo hasta dónde hemos llegado y qué esperamos a partir de aquí.
Otra de mis amigas de siempre es de la universidad. Con ella compartí piso y muchas otras experiencias posteriores durante años -noviazgos, trabajo, maternidades–. Ahora la naturaleza de nuestra amistad ha cambiado, quizás porque llegó un momento en que nos conocíamos tan bien, que no teníamos nada nuevo que contarnos, así que pusimos un poco de distancia. Y creo que nos vino muy bien porque todavía seguimos siendo muy amigas, hablamos cuando nos apetece, nos queremos mucho y sabemos que podemos contar la una con la otra siempre.
Luego tengo amigas que he sumado de distintos ámbitos: del trabajo, del vecindario, del colegio de los niños… y no por ello son peores amigas, al contrario. Creo que la edad te permite elegir con más libertad las personas con las que quieres compartir conversaciones, risas, viajes, y valoras mucho este tipo de amistades tardías en las que ya no tienes que demostrar nada. Simplemente, te muestras tal y como eres, y si gusta, bien y si no, pues mala suerte.
No todo ha sido sumar. También he restado alguna vez. He perdido amigas por el camino, claro está. Alguna porque nuestras trayectorias se separaron y nuestra amistad debía ser menos fuerte de lo que pensábamos ya que no nos mantuvimos en contacto, y otras porque a veces las cosas se tuercen, incluso cuando ya somos todos muy adultos, muy maduros y muy responsables. Con una de mis mejores amigas de los últimos quince años sufrí una decepción enorme (supongo que fue mutuo, porque estas cosas lo suelen ser) que todavía arrastramos la dos. Pasé un año muy dolida, intentando entender lo que había ocurrido, hasta que decidí olvidarlo. Ahora nos vemos de vez en cuando, pero ya no es igual y probablemente, ya nunca lo sea.
Estoy esperando unos días para terminar de digerir “Un mal nombre” y lanzarme a ebiblio a por el tercero, “Las deudas del cuerpo”, que leeré despacito para que me dure mucho.
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