Vuelvo y el aire de mi ciudad me recibe con extrañeza, como si guardara algún secreto nuevo, como si quisiera presumir de todo lo que ha cambiado en mi ausencia. Un espejismo. Mis bares y cafés permanecen abiertos en el mismo lugar donde los dejé. La biblioteca, por suerte, también. (No las tenía todas conmigo)
Vuelvo, pero no. Porque estos viajes tan intensos reclaman su tiempo para regresar poco a poco, asimilar lo vivido y extraerle todo su jugo. El cuerpo está aquí pero los pensamientos vuelan constantemente a aquellos paisajes de colores saturados, a algunos lugares mágicos, a la sensación de ser y estar en ciertos momentos. Tardo unos días de más en hallarme.
Vuelvo y se me viene encima el cúmulo de vivencias con el peso de un trancazo infernal. Los madrugones; las carreras a la puesta de sol entre piedras milenarias y jungla devoradora; los recorridos en trenes como cámaras frigoríficas, las sudadas bajo el calor plomizo, húmedo, que termina por gustarme. (A todo se acostumbra una). Todo pesa: lo bueno y lo menos bueno. Es el peaje a pagar por el deseo de captarlo todo, aprehenderlo todo, conocer, sentir, comprender, para luego recordar.
Vuelvo y me desperezo. Despacio, sin prisa, vuelvo a adueñarme de mi casa, de mis ventanas, mis muebles, mis plantas y mis libros. De la cocina, también. Me propongo incluir recetas de allí en nuestro menú familiar. (Echo de menos lo sencillas y buenas que han sido nuestras comidas durante estas vacaciones).
Vuelvo a encender el ordenador. Abro el último borrador que guardé. Lo cierro. Aún no.
Leo por aquí, por allá.
Echo un vistazo rápido a las conversaciones en las redes sociales. Me salgo. Aún no.
Una presentación de un libro con personas que me apetecen. Venga, vamos.
Escribo en mi agenda un enorme listado de tareas por hacer más tarde…tal vez mañana, tal vez en las próximas semanas.
Vuelvo y escribo.
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