Lo hablábamos hace un par de semanas mis amigas y yo, a unas horas más bien intempestivas de la noche (así que puede que desvariáramos un poco entre mojitos y gominolas, perdonadme si es así): esto ya ni es Navidad ni es nada. Es un sucedáneo de tradición. Una excusa para comer sin medida y gastar sin remordimientos. Un envoltorio de brillos y luces casi vacío en su interior. El señor Scrooge ha regresado de su tumba para reírse de nosotros y del espíritu de las navidades presentes.
Supongo que tener niños pequeños ayuda a mantener un poco más la magia de estas fechas. Nos reunimos alrededor de ellos por el simple placer de ver sus caras de asombro, su ilusión ante esos regalos que aparecen como caídos del cielo —ya sea a lomos de camellos o de un trineo tirado por arces—. Con ellos parece que nos bastan esos pequeños detalles para que todo merezca la pena.
Después, los niños crecen y dejan de hacer listas de regalos porque tienen tanto que ya no saben qué pedir, salvo dinero; creo que no hay nada que deseen con la misma fuerza con la que lo deseábamos nosotros entonces, sin tanto a nuestro alcance, ni tampoco les preocupa aquella incertidumbre nuestra de saber si se cumplirían nuestros deseos o no: ellos no tienen ninguna duda.
Por otra parte, el círculo familiar está disperso en la ciudad o por varias ciudades, los abuelos -los nuestros, y probablemente, también nuestros padres- nos dejaron hace unos años y cuesta más viajar para reunirnos todos en la casa cerrada y fría del pueblo, perdemos el contacto, perdemos los lazos que nos unen. Los valores -religiosos o no- que rodeaban estas celebraciones parecen relegados a un segundo plano, como si hubieran perdido su esencia, su significado. Lo que importa es la fiesta, las cenas, los regalos (aunque como dije el año pasado, yo ya no quiero regalos). Lo extraordinario que tenía esta época del año se ha vuelto demasiado ordinario.
Así las cosas, he pensado qué hacer para recuperar, actualizar y darle un poco de lustre al espíritu de las navidades. No se trata de volver al pasado (no soy de las que piensan que cualquier tiempo pasado fue mejor), sino de traer al presente aquello que me parece a mí que merece la pena conservar:
Celebrar el privilegio de contar con una familia a nuestro alrededor que nos va a arropar siempre. Compartir anécdotas y momentos felices del año que dejamos atrás o de toda una vida, si son personas mayores. Darles a cada uno su momento de protagonismo.
Cuidar los pequeños detalles porque son los más valiosos: al celebrar, al regalar, al convivir. Poner el corazón en ello. A veces pienso que despreciamos lo más importante: el significado que hay detrás de cada gesto, regalo, invitación (al hacerlo y al recibirlo), para fijarnos solo en el coste económico u material que pueda tener.
La idea de conexión entre personas. Sentirnos parte de algo tan grande como el mismo hecho de existir: la Humanidad. Cada persona, cada pueblo, cada raza, cada vida es un milagro. No importa lo que nos diferencie sino lo que nos identifica como seres humanos. Agradecer la vida, lo que somos, y compartir ese agradecimiento. Ponernos en el lugar de los otros. Suspender los juicios personales, los prejuicios. Celebrar la amistad. Esperar siempre lo mejor de cada uno. Encender una vela por cada continente. (Y no os riáis: también por la Naturaleza que nos da tanto).
Y por mi parte, poco más… Me queda una enorme tarea por delante dentro de mi propia casa.
¡Mucho amor y felices fiestas!
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