París no se acaba nunca, y el recuerdo de cada persona que ha vivido allí es distinto del recuerdo de cualquier otra. Siempre hemos vuelto, estuviéramos donde estuviéramos, y sin importarnos lo trabajoso o lo fácil que fuera llegar allí. París siempre valía la pena, y uno recibía siempre algo a cambio de lo que allí dejaba. Yo he hablado de París según era en los primeros tiempos, cuando éramos muy pobres y muy felices.
Ernest Hemingway, París era una fiesta
Volvería a París sin ningún motivo en especial, año tras año. Por el simple placer de pasear sin rumbo, eso tan parisino, que diría Víctor Hugo; sentarme en sus cafés ( Le Deux Margots, o el de Flore o La Closerie des Lilas o Le Procope más restaurante ya que café, ) como lo hacía Sartre, o Hemingway, o o Marguerite Duras o Julio Cortázar, entre tantos otros, con el deseo de fundirme allí como parte del paisaje y su gente, si fuera eso posible.
Si eso fuera posible, volvería para descomponerme y componerme en la luz de los atardeceres del Sena, punto por punto, pincelada a pincelada, a través de los ojos de los impresionistas del Museo d’Orsay, o en los verdiazules estancados de los Nenúfares de L’Orangerie, o en las curvas blancas de terciopelo de las estatuas que habitan la casa de Rodin.
Volvería por amor y una pizca de romanticismo, reviviendo todas esas historias que me enamoraron, en los libros y en el cine. Tal vez me dirigiría con La delicadeza, de David Foenkinos, allí adonde se dirigía Nathalie cuando se cruzó con François: a una novela. Seguía los pasos de la Rayuela de Cortázar por las calles de París, imaginando esas escenas en las que los protagonistas tratan de encontrarse por casualidad en la calle, y lo que encuentra es el amor. El mismo amor que pierde en un bordillo impaciente.
Después, creo que me desviaría hacia el 7 de la rue de Grenelle por si hay una portera arisca llamada Renée y una niña espabilada llamada Paloma, que me cuenten otra vez la historia de La elegancia del erizo de Muriel Barbery y lo que se esconde detrás de los muros visibles e invisibles que levantamos a nuestro alrededor.
Y en uno de esos regresos, me escaparía a la biblioteca de Saint-Genevieve, la que recuerda un poco a una estación de tren del XIX, con sus refuerzos de hierro y sus ventanales de luz tamizada, que tanto debieron seducir a Simone de Beauvoir, asidua lectora entre sus mesas. Ese mismo amor a los libros me llevaría luego a una librería, la Shakespeare & Co, esa de pasillos estrechos y larga memoria literaria, recreo de Scott Fitgerald y Gertrude Stein, esa en la que se cuelan Ethan Hawke y Julie Delpy en su encuentro en París en la película “Antes del atardecer” y también, la cámara nostálgica de Woody Allen en Midnight in Paris.
Volvería porque como bien dice Celia en El mapa de mi piel (perdón si barro un poco para casa), París es de esas ciudades a las que viajas para regresar. Y tal vez, con ella ya convertida en hija literaria, reviviera sus mismas sensaciones: “Saborear los macarons en su boca, dejarnos acariciar por la hierba de los Jardines de Luxemburgo en una tarde de perfumes primaverales, tan parisinos ellos. Será un París distinto. Mi París con Leo. Pasearemos sus calles entre besos y versos en rosa, esos de la Piaf que ahora resuenan a menudo en mi cabeza cuando me siento feliz, y la miraremos con otros ojos, ojos de enamorados, que así es como se hincan los recuerdos en el corazón”.
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