Vestido de novia
La modista le dio media vuelta y la encaró a su imagen en el espejo. «Este vestido es especial. Vas a ser la novia más bonita que ha tenido este pueblo», le dijo. Era un diseño maravilloso. La seda le caía sobre la piel con suavidad, con la misma suavidad con la que la acariciaba su Antonio. Sabía que le gustaría. Un vestido de una pieza, como Dios manda, que diría él. Cerradito, con el cintillo de seda abrazado al cuello, mucho más sutil que esos escotes excesivos, dónde va a parar. De hechuras rectas, sin brillos innecesarios.
«A mí me gustan las mujeres que saben estar en su sitio, sin destacarse mucho, sin llamar la atención», le dijo él a poco de conocerse. Dos cordones dorados le cruzaban el pecho en forma de cruz, a la manera de los vestidos griegos. Se giró de perfil. Quizá le remarcaban demasiado…
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Siempre nos quedará Facebook
Muchos días se sentía una escoba al azuzar el paso adormilado de sus hijos por el pasillo.Cada mañana se levantaban aletargados, sin energía, y ella repetía la misma cantinela de siempre: ¡esta noche os voy a meter en la cama a las nueve de la noche! ¡Así no habrá cansancio que valga!
En cuanto se cerró la puerta de la calle detrás de sus mochilas, la casa se quedó detenida en un silencio súbito, como si la hubieran sellado al vacío. El único ruido que oyó a lo lejos fue el repiqueteo del agua en el baño. Javier se estaba duchando.
Cruzarnos de nuevo
Esa mañana vi amanecer en el aeropuerto. Lo recuerdo bien, aquel cielo degradado en lila que capté con mi móvil. Pero cuando me bajé del taxi con mi maleta a cuestas, todavía era de noche en Madrid, y la Terminal 4 parecía una estación espacial en la que nos deslizábamos somnolientos –y trajeados, eso sí–, por pasillos interminables mirando al infinito. El infinito, muchas veces, adopta formas extrañas ante nuestros ojos: complicadas gráficas, objetivos que cumplir, una lista de aspiraciones truncadas o las curvas de un cuerpo amado abandonado entre las sábanas. Nunca se sabe, realmente. Los aeropuertos tienen eso; provocan en nosotros un cosquilleo de desasosiego incómodo; una incertidumbre extraña.
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La mejor noche
Padre gritó que saltara, que él me cogería. Pero yo ya no era tan pequeño y alrededor estaba oscuro.
Antes, si me ponía de puntillas y levantaba los brazos le llegaba a mi padre por los hombros. Y si saltaba con todas mis fuerzas, le podía tocar hasta la nariz, pero él se apartaba y me cogía como un saco de patatas sobre sus hombros. Decía que antes de que me diera cuenta, yo sería tan alto o más que él. Y que llegaría un día en que él se haría pequeñito a mi lado y no querría escuchar sus consejos de viejo.