Colgó el teléfono y se quedó un largo rato absorta, mirando la pantalla azulona. Vaya consejo de mierda, madre, le había respondido su hijo cuando ella le recomendó que hablara con su casero y le explicara la situación, porque estaba segura de que lo entendería, ¿cómo no lo iba a entender? Un bache lo tiene cualquiera en la vida, y más si se trata de jóvenes impacientes como él. ¿O dijo atolondrado? Tal vez eso fue lo que le molestó tanto como para comenzar a gritarle a través del teléfono unas cosas que prefería no repetir, hasta que le soltó eso de «vaya consejo de mierda», y decidió que no quería oír nada más. Apretó el botoncito rojo y colgó. Le temblaba la mano.
Recordó que debía arrancar los juncos tiernos del bambú del vecino que habían brotado entre sus plantas —esa maldita planta se lanzaba cada primavera a invadir sus parterres y le tocaba a ella escarbar la tierra para arrancarlos—, así que se dirigió a la cocina, cogió la cesta con los utensilios de jardinería, y así mismo como estaba, en pijama y con las zapatillas de andar por casa, bajó los escalones al jardín diciéndose que jamás volvería a darle un solo consejo, así la mataran. ¿Que se quejaba del trato en la empresa donde trabajaba? Bien. ¿Que su novia había vuelto a dejarlo? Bien también.
No le costó encontrar los dos primeros brotes, escondidos entre las hortensias. Tiró de ellos con fuerza y arrancó sin misericordia. Después tuvo que revisar la tierra palmo a palmo hasta dar con el restoque siguieron la misma suerte, incluidas las raicillas que se extendían por debajo. Al tirar de unas de ellas, desenterró un pequeño hipopótamo de juguete. El famoso hipopótamo desaparecido por el que su hijo lloró durante una semana entera cuando todavía era un niño sensible y cariñoso. A menudo se preguntaba cuándo y cómo se había convertido en el hombre desagradable que despreciaba cuanto ella le daba.
Una gota de agua le cayó por la mejilla. Pensó que era de sudor, pero en seguida empezaron a caer otras, muchas gotitas más que golpeaban las hojas y resbalaban despacio hacia la tierra. Se quedó ahí quieta, de rodillas, con la lluvia mojándole la cara y las lágrimas deslizándose por sus mejillas.
Se sacó el móvil del bolsillo. Debería volver a llamarlo. A fin de cuentas, es tu hijo, y a un hijo hay que perdonarle todo, haga lo que haga, da igual. Se incorporó con un largo suspiro. Ese sí que es un consejo de mierda.
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