A menudo pienso en cómo recordaremos ciertos acontecimientos históricos al cabo del tiempo, qué contarán los anales de historia sobre esta época nuestra. La perspectiva cambia la percepción de la experiencia. A nivel colectivo, dentro de diez, veinte, X años, este 2020 de cifra tan rotunda, quedará marcado en nuestras memorias como una frontera temporal de esas que hablan del “antes de y después de…”. El año que nos obligó a revisar nuestro estilo de vida, nuestras creencias y valores, y otra serie de cambios algunos ya conocidos, otros de los que todavía no somos tan conscientes.
A nivel personal, nuestro balance de 2020 no tendrá nada que ver con el de otros años porque lo mediremos en función de cómo nos ha afectado la pandemia. Como dice un anuncio que he visto estos días en la televisión, la percepción de lo bueno o malo que nos ocurre o nos haya ocurrido, es relativo. Relativo a lo que hemos vivido. En ese contexto, lo bueno es doblemente bueno. Lo malo, tal vez, no sea tan malo si pensamos en el enorme número de personas —padres y madres, herman@s, amig@s, conocid@s; y desconocid@s, también— que han sufrido pérdidas irreparables.
El año del bloqueo
En mi caso, no he sido consciente del enorme impacto emocional que ha tenido en mí el confinamiento —la angustia de las cifras, el miedo por los míos, el dolor por la muerte de un amigo querido—, hasta que he tomado distancia y me he permitido respirar y sentir. Por unas razones u otras, durante varios meses he estado bloqueada a todos los niveles: físico, emocional, creativo, racional. Sentía un enorme muro de hormigón dentro de mi cabeza contra el que me estrellaba cada día cuando me sentaba frente al ordenador o cuando cogía un libro o me ponía a dibujar.
Cada noche me acostaba pensando mañana será mejor y por la mañana saltaba de la cama muy temprano con muchísimas ganas de escribir, aunque luego no saliera gran cosa. Probé muchas estrategias anti bloqueo que encontré en blogs, libros, etc., que no me funcionaron demasiado, aunque eso sí: ni un solo día dejé de escribir, siquiera una línea, un párrafo, lo que fuera.
Supongo que se han conjugado muchas circunstancias para que me sucediera algo así: una dolencia de salud, la pandemia, la presión de un plazo para entregar mi nueva novela, mi propia exigencia de perfeccionismo y todas esas mochilas inconscientes que me suelo cargar a la espalda casi por costumbre.
Desescaladas mentales
En el verano comencé a levantar cabeza. A parte del final del confinamiento, me sentó bien el sol, el calor, el mar cantábrico, las montañas de Cazorla, el reencuentro con la familia. Dejé de darle tantas vueltas a la cabeza y me permití escribir mal. Ya corregiría después. Funcionó. Fue lento, pero funcionó.
Y por fin, noviembre ha sido el mes de la liberación. Mi cuerpo se ha desbloqueado —mis brazos han recuperado movilidad y ya puedo girar los hombros—, entregué el manuscrito de la que será mi nueva novela y me dejé los ojos en las correcciones. Poco a poco, vuelvo a sentir el impulso creativo de sentarme a pintar, a leer, a imaginar, a escribir un post como este, algo de lo que me sentía incapaz hasta hace poco más de un mes.
No sé si será fruto de la esperanza por el anuncio de las vacunas o el hecho de haber superado una gran prueba personal las que me hacen confiar en este 2021 que ya asoma a la vuelta de la esquina y para el que ya se me ocurren algunos planes. Donde hay planes, hay esperanza, eso ya es un buen punto de partida.
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