Y llega otro 8 de marzo que, marcado por las lógicas de una pandemia, celebraremos de otra manera, con responsabilidad pero con la misma convicción en avanzar hacia la igualdad entre hombres y mujeres. Me preguntan mucho en estos días de promoción de mi novela sobre el feminismo, sobre aquella mujeres invisibles del XIX y sobre nuestra situación presente como escritoras, en particular. Y suelo responder lo mismo: hemos avanzado, faltaría más. Pero nos ha costado siglos de silencio, ignorancia y sumisión al predominio masculino para llegar hasta aquí. Todavía queda mucho camino por recorrer. Cambiar culturas, mentalidades, costumbre y mensajes transmitidos de manera insconsciente durante generaciones nos va a costar mucho.
Me basta mirar al mundo de la literatura (de las artes, en general), un mundo a priori privilegiado por el dominio de la palabra, de las ideas, de la construcción de nuestro imaginario cultural, para mostrar que todavía se perpetúan ciertos prejuicios masculinos respecto a la creación literaria o artística que ya aparecían en el siglo XIX. Como el hecho de etiquetar una literatura como femenina (escrita por mujeres y aparentemente, para mujeres) del resto de la literatura (que no etiquetamos de masculina, porque lo masculino se considera universal, faltaría más). O como la convicción de que el ámbito de los sentimientos y las emociones era un campo propio de las mujeres, mientras que el de las ideas, la razón, el intelecto —ese que analizaba, definía y dirigía el mundo— pertenecía a los hombres.
Y puestos ambos en una balanza, nadie dudaba en afirmar entonces que era más importante y trascendente la razón que los sentimientos, el intelecto que el corazón. A fin de cuentas, los lugares de aprendizaje y conocimiento —la escuela, los institutos, la universidad, o el puesto de trabajo donde aplicaban ese conocimiento y los mantenía intelectualmente activos durante toda su vida— estaban reservados para los varones. A las mujeres se les negaba la formación académica que podría haberlas colocado en una mejor posición intelectual y social en la sociedad, tanto porque se creía que tenían un cerebro más pequeño, ergo, con menor capacidad, como porque estaba mal visto que una mujer fuera “muy leída”. De eso al menosprecio y las burlas que sufrían las literatas de la época no había ni un paso.
Mujeres de letras pero sin voz
Hace unas semanas, cuando mi madre estaba leyendo Una pasión escrita, me llamó por teléfono un día y me preguntó: «Hija, todas estas señoras que aparecen en tu novela, ¿existieron o te las has inventado tú? Porque yo nunca había oído hablar de ellas, y me extraña».
Ni ella ni casi nadie. Tampoco yo tampoco las había oído nombrar antes de interesarme por la historia de la segunda mitad del siglo XIX en España. Sus nombres son desconocidos, en su mayoría: Carolina Coronado, Rosario de Acuña, Concha Gimeno de Flaquer, Matilde Cherner, Sofía Tartilán, Faustina Sáez, Pilar Sinués, Josefa Puyol, Ángela Grassi, Joaquina de Balmaseda… y me dejo a muchas en el tintero. Todas ellas fueron mujeres con inquietudes literarias que ejercieron su vocación como pudieron en una época en que se consideraba casi inmoral que una mujer dedicara tiempo a las letras —a la lectura, a la escritura, al estudio— robándoselo al cuidado de su familia.
Gran parte de ellas fueron autodidactas; se escondían de su familia para leer, para aprender y, por supuesto, para escribir. Ellas más que nadie, debieron saber lo que suponía no tener una “habitación propia” como reclamaba Virginia Woolf, un espacio de libertad física, social e intelectual desde la cual ejercer su vocación sin temor al desprecio y al escarnio público. Porque en aquella España de finales del XIX, la mujer era la depositaria de la moral, las tradiciones y la virtud católica en la que se las educaba para aceptar el papel que le correspondía: el de “ángel del hogar” dedicada en cuerpo y alma a su papel de esposa y madre devota. Y no solo eso: también representaba el estatus social, la respetabilidad y el honor de la familia, lo cual excluía cualquier comportamiento que se considerara poco adecuado en una señora, como era el de escribir y darse a conocer en el espacio público.
La primera vez que leí algo sobre las literatas (el interesante estudio Escritoras y periodistas en Madrid (1876-1926) dirigido por Asunción Bernárdez Rodal), me sorprendió descubrir el asfixiante ambiente que rodeó a este grupo de mujeres en aquella sociedad dominada por los hombres que no solo acaparaban todos los ámbitos públicos de poder y representación —política, social, económica, profesional, artística, intelectual y científica, por citar algunos— sino que además, veían a la mujer como un ser inferior, débil, sensible, vulnerable y carente de la suficiente capacidad intelectual como para sostener o defender opiniones sobre temas que “se escapaban de su entendimiento”.
La única que pudo escapar de esta consideración fue Concepción Arenal, una mujer de fuerte carácter y un afán de conocimiento excepcional que defendió para las mujeres lo mismo que siempre quiso para ella: una mejor educación, libertad de pensamiento y un trabajo con el que no depender de las figuras masculinas. Ni siquiera Emilia Pardo Bazán, otra mujer de una enorme formación y más capacidad intelectual que muchos de sus contemporáneos, recibió el respeto y la consideración que merecían sus escritos, ensayos y opiniones.
Cerebritos, marisabidillas y pendatuelas
En aquella sociedad de finales del XIX, era ridículo y hasta pernicioso para las jóvenes el exceso de lectura y el afán por saber, por estudiar: lo único que conseguían era alterar su feminidad, convertirlas en “cerebritos varoniles”, marisabidillas y pendantuelas. «Piensa y escribe como un hombre», decían a modo de insulto, y eso definía de un plumazo el poco atractivo que tenían para cualquier varón que deseara fundar una familia. Porque de todos era bien sabido que una mujer con “cerebro varonil” (es decir, racional) renegaba del matrimonio, de la familia y de la maternidad.
En ese contexto, no era extraño que las literatas se presentaran ante sus colegas masculinos pidiendo permiso y con toda la humildad que podían expresar, sin ánimo de situarse a su altura, faltaría más. Al igual que tampoco era extraño que algunas de ellas vivieran una vida de continuas contradicciones internas entre lo que pensaban (esa sensación de injusticia, de limitación, de negación de su valía y su talento) y lo que escribían y mostraban en sociedad. Se aventuraban a entrar en las movedizas aguas de la creación literaria con mayor o menor riesgo, con mayor o menor calidad artística, pero todas con mucho mérito, en mi opinión, porque hacían verdaderos malabares para ejercer su vocación sin perder su buen nombre.
Componían versos, publicaban novelas, editaban manuales de buenas maneras o de Historia, traducían obras llegadas de Francia o de Inglaterra, dirigían y editaban sus propias revistas femeninas o culturales, escribían artículos no solo para esas revistas, sino también para otros diarios o publicaciones de la época en los que se ocultaban bajo un seudónimo, como recoge el exhustivo Catálogo de periodistas españoles del siglo XIX de Manuel Ossorio y Bernard.
De escritoras a escritoras
Tal vez el tiempo ponga en su sitio una obra o a un autor o autora, pero no tengo ninguna duda de que estas mujeres que aparecen con voz propia en “Una Pasión Escrita” merecen salir del olvido al que las relegó la Historia porque, a su manera y como pudieron, lucharon por defender su libertad intelectual y creativa en un mundo que las negaba.
Claro que hemos avanzado mucho las mujeres respecto a aquel siglo XIX, pero no nos engañemos: como recoge Siri Hustvedt en su ensayo La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres, la lingüista Virginia Valian explica que convivimos con ideas insconscientes sobre la masculinidad y la feminidad que contaminan nuestras percepciones y tienden a sobrevalorar los logros de los hombres e infravalorar los de las mujeres. Esa visión se ha formado a lo largo de siglos y siglos de cultura y no es fácil cambiarlo.
Por eso queda tanto por recorrer.
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